"Ojo por ojo... nos quedamos todos ciegos. Sobre la violencia", por Julián Lucero

La violencia es un fenómeno social extremadamente complejo de definir, objetivar o encuadrar. Diversos autores han trabajado esta cuestión y así han aparecido diferentes definiciones del fenómeno. Hay varias clasificaciones de la violencia, se la puede abordar desde la política, la antropología, la sociología, la psicología, en fin, al ser materia multidimensional, la violencia se presenta al analista como un tema de difícil y complicado abordaje.
La escritora estadounidense Djuna Barnes afirma, en su texto “La broma más pesada”, lo siguiente: “Es una cosa instintiva. Los hombres disparan contra lo que no entienden”. Aseveración tajante y provocativa pero que moviliza una primera e ineluctable discusión en torno de la violencia. Una aproximación inicial a una definición de la misma es señalarla como un producto social. Si bien hay autores o corrientes de pensamiento, como la de Hobbes, que podrían acordar con Barnes y decir que la violencia es instintiva, la realidad y la historia desmienten esta postura. La violencia surge en el seno social, familiar, es decir, la violencia sólo surge en el espacio relacional. No hay violencia sin relación o interacción. En el transcurso de la historia humana ha habido distintos grados y tipos de violencia y prácticas vinculadas. Entonces, no es algo propio, inherente al ser humano, sino que el fenómeno se ubica en determinados contextos interactivos, en los que se inmiscuye la política, las divisiones sociales, la economía, la lucha de clases.
El proceso civilizatorio propio del avance de la democracia terminó de establecer una sociedad en la que la violencia queda, en cierta medida, monopolizada por el Estado. Es interesante y pertinente retomar la postura de Norbert Elías sobre la cuestión. El sociólogo alemán afirma, resumidamente, que el aspecto clave del proceso civilizatorio es la monopolización de la violencia, por parte de un Estado, dentro de un territorio definido. Este proceso, que en sí mismo no es ni racional ni irracional, desarrolla una red de relaciones entre los hombres, aumentando la interdependencia de los mismos. Otra transformación clave es la profundización de la división de las tareas y funciones sociales, lo que también aumenta los niveles de dependencia mutua entre los hombres. Estos cambios afectan directamente la modelación de los aparatos psíquicos de los sujetos y su constitución afectiva. La extrema división de tareas implica una labor asociada de diferenciación entre sujetos, la cual es realizada desde que estos nacen. De este modo, la red de relaciones se complejiza más y más y los individuos son socializados bajo las normas de autocontrol y “normalidad”.
La monopolización estatal de la violencia implica el establecimiento de zonas pacíficas, en las cuales los cuerpos no pueden comportarse libremente o pasionalmente. La civilización constituye sujetos (auto)dominados y reprimidos. La vida se estandariza y todo se opaca, la cotidianeidad carece de sobresaltos y todos los días son iguales unos a otros. Cada sujeto es igual a su vecino.
En el trabajo de Rossana Reguillo, “Ensayo(s) sobre la(s) violencia(s)”, resuenan ecos de la propuesta de Elías. Ella se refiere a la importancia de las categorías de “confiabilidad” y “vulnerabilidad” para analizar las violencias urbanas. Los ciudadanos deben confiar en que podrán desplazarse libremente, que no serán atacados y que sus necesidades básicas urbanas están satisfechas o disponibles. La confianza remite a las cadenas de interdependencia que vinculan a los sujetos y los llevan a comportarse de modos previsibles y no violentos.
Resumiendo, los Estados nacionales se apropian de la violencia legítima y la organización socioeconómica aumenta la dependencia intersubjetiva y social. Así, un hecho violento realizado por un agente no estatal será rechazado, señalado como desubicado y reprimido. Ahora bien, la violencia ejercida por el Estado no será puntualizada como tal. La represión estatal es pensada como algo justificable. Se hizo lo que se debía hacer, se reinstauró el orden, podría decir algún portavoz oficial. Pero jamás diría que el accionar estatal fue violento.
Con respecto a esto último, otra clave para avanzar en la definición de la violencia es que esta es siempre externa. Nunca los agentes o las instituciones se reconocen como violentos. El desorden siempre está en el exterior, en el otro. Si uno tuvo que ejercer violencia fue por el simple hecho de que alguien o algo externo la ejerció primero. Esto es, la contraviolencia no sería violencia per se, sino una respuesta legítima y legal frente a una violencia primera, externa e incivilizada.
Un aporte clave para entender esta violencia legítima es el aporte teórico de Bourdieu, con su noción de violencia simbólica. Esta violencia se caracteriza por imponer significaciones y señalarlas como legítimas, lo que implica rechazar toda otra significación. Al imponer una significación como legítima, la violencia simbólica hace que esta sea indiscutible. Uno de los mayores violentos simbólicos, por decirlo de un modo grosero, es el Estado. El autor francés realiza su análisis a través de un trabajo sobre el sistema educativo. Pero la violencia simbólica del Estado es omnipresente. El Estado es quien determina lo legítimo en una sociedad. El punto clave y esencial para el éxito de la violencia simbólica radica en su carácter eufemizado o tamizado. La violencia simbólica nunca es reconocida como tal. Se reconocen los valores legítimos, impuestos por el Estado, por ejemplo, pero se desconoce su carácter arbitrario. De alguna manera, Bourdieu afirma que la violencia se ejerce sobre los agentes con cierta complicidad (en este proceso es central el rol jugado por el habitus).
La violencia simbólica, entonces, es un fenómeno imperceptible, implícito. Su mayor valor es que suplanta el gasto que implicaría recurrir a la violencia física como medio de imposición de significaciones. La arbitrariedad de las representaciones legítimas debe permanecer siempre oculta, esto es, estas representaciones deben pasar por “naturales” o “normales”.
En una postura similar a la Bourdieu, Segato, en su trabajo sobre la violencia moral, también se refiere a la arbitrariedad propia de los mecanismos que garantizan el mantenimiento de cierto estado de situación. Ella pretende destacar el verdadero y complejo valor de la violencia moral, ese fenómeno oculto, de difícil reconocimiento. De ningún modo niega la violencia física, pero esta es evidente. En cambio, la moral o simbólica (diría Bourdieu) no es sensible, es difusa pero omnipresente y es el verdadero mecanismo de poder que perpetúa el control y la opresión social. Así, las mayores violencias, las más poderosas, se ejercen de modos invisibles y tienen un origen ilegítimo, ya que son arbitrarias.
Los medios de comunicación, tanto en sus discursos informativos como ficcionales (como analiza Reguillo en el texto ya mencionado), también ejercen violencia simbólica y buscan imponer significaciones y representaciones legítimas. De esta manera, los grandes medios considerarían un delito y un acto de violencia, por ejemplo, un paro de transporte. En los últimos años, en el contexto del conflicto gremial en los subtes, hubo varias medidas de fuerza obreras que paralizaron los servicios. Así, cientos de miles de usuarios se vieron obligados a recurrir a otros medios de transporte. La cobertura mediática no excedió el rechazo a la medida y la enunciación sensacionalista, mostrando una y otra vez el “caos” de tránsito y el malestar de los pasajeros. Las razones de los paros nunca fueron el eje retórico y todo se reducía a afirmar que el reclamo podía ser justo pero el método (el paro) era una barbaridad. Frente a este paro se le exigía al gobierno que intervenga y solucione el conflicto. Entonces, la medida gremial era considerada violenta, le imponía a los usuarios condiciones extra-ordinarias (rompía las cadenas de interdependencia, alteraba la confiabilidad propia de la vida urbana) y generaba un caos en la ciudad. Frente a esto, el Estado debía actuar y, como mínimo, llamar a conciliación obligatoria. Ahora bien, la pregunta es casi obvia: ¿no es acaso la conciliación obligatoria un acto de violencia estatal? Ya desde el nombre se impone la violencia: esta instancia es obligatoria. De no aceptar la conciliación, un gremio puede ser multado o incluso perder su personería jurídica. ¿Esto no es violento? Frente a un conflicto, irresoluble entre las partes implicadas, el Estado se entromete y obliga a finalizar el conflicto, sin garantizar una respuesta positiva para ninguno de los agentes en disputa.
Otro ejemplo claro y concreto son las manifestaciones populares en la vía pública. El corte de calle es, según la mirada mediática, algo inaceptable, casi bárbaro. Se impide la libre circulación y esto es inaceptable. Poco importa el porqué del corte. Así, se insta al Estado a intervenir y reprimir la protesta. Los caminos deben ser liberados y entonces, las fuerzas policiales del Estado están autorizadas a atacar con gases o armas a un grupo de manifestantes. Pero eso sí, esto no sería violencia. En todo caso, fue una respuesta inevitable frente a la violencia primera y externa de los que protestaban.
Estos ejemplos, además de demostrar que la violencia legítima no deja de ser violencia y puede ser aún más violenta que otras violencias, dan cuenta de un aspecto más antropológico y sociológico del modo de vida social humano. Es muy atractiva la postura de Tosca Hernández, retomando a Maturana, de que la violencia es una forma del vivir humano. Así, coincidiría con lo dicho al comienzo del ensayo sobre que la violencia no es genética o inherente al ser humano. La violencia emerge en el espacio relacional. Hernández dice que es creada en la interacción humana. Este aporte es muy interesante para poder analizar en toda su densidad los hechos sociales. Retomando los ejemplos previos, más allá de la desnaturalización que se debe hacer de la violencia ejercida por el Estado, también es necesario puntualizar que el accionar de un gremio cuando llama a un paro o de un grupo de personas que por cierto reclamo cortan una calle, también es violencia. La violencia aparece así como un modo de convivir, una manera de resolver problemas. Puede ser física, moral, simbólica, implícita o evidente, pero es una determinada forma de enfrentar la conflictividad propia de la interacción humana. (Desde ya, esto no debe entenderse como una incitación a abandonar medidas de lucha o protesta. Sólo se destaca el carácter violento de esas prácticas para promover un proceso de auto-reflexión sobre la convivencia social y cívica)
Retomada la cuestión de la interacción y su vinculación estricta con la violencia, vale la pena destacar que en toda relación humana habrá dominados y dominantes. Mejor dicho, mientras se viva en un estado capitalista burgués, con leyes y lógicas mercantiles y de competencia y división del trabajo, entonces las interacciones humanas, inevitablemente, serán desiguales. El problema con el capitalismo, más allá de las críticas de carácter económico o técnicas que se le puedan hacer, es que es generador inevitable de desigualdades sociales. La sociedad capitalista igualitaria no podría existir. El Estado burgués no jerárquico, con absoluta igualdad es impensable. Entonces, partiendo de este hecho, toda relación humana será inequitativa y violenta. Habrá algunos poderosos, dominantes y hegemónicos y otros débiles, dominados y subalternos. De esta manera, la razón del más fuerte se impondrá sobre la del más débil. La ideología imperante de una época, parafraseando a Marx, será la ideología de su clase dominante. Esta es la que cuenta con los medios de todo tipo para imponer sus representaciones y para trazar las fronteras entre lo deseable y lo indeseable, entre lo legítimo y lo ilegítimo. Hablando de fronteras emerge nuevamente la cuestión del otro, de la violencia externa. Aquello que caiga por fuera de las fronteras trazadas por el poder dominante será calificado como ilegal, ilegítimo, bárbaro, salvaje. Y de este modo, la represión queda autorizada: al deshumanizar al otro o a sus prácticas, entonces lo legítimo puede avanzar y la represión o rechazo es sólo la expresión obvia y natural frente a la alteridad salvaje.
Entonces, el tristemente célebre par antagónico sarmientino se muestra operativo y gozando de buena salud. El texto de Baigorria y Swarinsky así lo demuestra, en su recorrido mediático de la utilización contemporánea de la díada civilización/barbarie. El discurso periodístico recurre cotidianamente a esta díada. Es una gran herramienta reduccionista y simplificadora. Las personas que tomaron el parque indoamericano, por caso, eran “peruanos”, “ladrones”, en cierto modo, salvajes. Aunque en realidad, todo se reduce a decir que los que tomaron el parque “no son como uno”, entonces, son peligrosos y se debe accionar sobre ellos. La díada funciona como una tremenda máquina estereotipante, capaz de reducir las situaciones más complejas a simples enfrentamientos entre la razón y la sinrazón, entre lo civilizado y lo incivilizado. Esta perdurabilidad de la herramienta de análisis de Sarmiento demuestra, a su vez, la vigencia de la lucha de clases. Respecto a esto, Bourdieu menciona que en la sociedad hay relaciones de fuerza y relaciones de sentido. Siempre se busca imponer un sentido sobre otro. Esta lucha simbólica no se puede analizar por fuera de las clases sociales y de las luchas entre ellas. Las clases dominantes se autocalifican como civilizadas, con prácticas legítimas y modos correctos. Las clases dominadas son calificadas por las dominantes como no civilizadas, con prácticas peligrosas y modos escandalosos.
Esta máquina de trazar fronteras, como la definen los autores, que es la díada civilización/barbarie también es una muestra de la violencia simbólica ejercida, por ejemplo, desde los grandes medios de comunicación. El recurso constante a estereotipos implica una simplificación del sentido y de la conflictividad social. La cuestión radica en que no todos tienen acceso a este poder estereotipante. Como bien señala Crettiez, “¡no cualquiera tiene el poder de nombrar!”.
Como conclusión, retomando algunos de los puntos desarrollados a lo largo del ensayo, se debe reiterar una vez más la extrema complejidad semántica y social del término violencia. Quizás suena superficial pero es clave realizar un arduo trabajo de reflexión para desnaturalizarlo y contemplarlo en sus múltiples dimensiones. La violencia es generalmente circunscripta a lo físico, a las acciones que implican un ataque sobre la corporalidad humana. Los delitos son violentos, según la retórica mediática hegemónica, cuando afectan el cuerpo o los bienes de un sujeto. Un crimen violento es el asesinato a sangre fría de un ciudadano o el robo sufrido por la familia del ex futbolista “Tata” Brown. En este episodio, a su esposa los delincuentes le dijeron “no te matamos porque somos Pinchas”. Esta amenaza sobre la vida es violenta. Ahora bien, un caso de corrupción gubernamental no es violento según esta retórica. Los casos comprobados de corrupción de, por ejemplo, Felisa Miceli o Ricardo Jaime son más bien escándalos políticos, pero no delitos ni mucho menos violentos. De esta manera la violencia es simplificada. No es violencia la represión del Estado, la corrupción política, las estafas económicas, las imposiciones estatales, etc.
A modo de hipótesis puede postularse que este nombrar como delito y violencia a sólo aquellos hechos que afectan la vida o los bienes privados es un ardid del régimen socioeconómico dominante y hegemónico. El capitalismo no puede tolerar dentro de su sistema la inestabilidad en la propiedad privada. El robo de los bienes personales es una violación de gran magnitud dentro del régimen burgués, ya que afecta el postulado básico de la propiedad privada. Pero una estafa bancaria o bursátil es aceptada y clasificada como un exceso o desviación. No como delito. No como un hecho violento. Cortar una calle supone alterar, en mayor o menor medida, los tiempos productivos. Esto es inaceptable para el mercado. En cambio, la acción estatal lacrimógena y gomosa que reprime el corte no sólo se acepta, sino que se festeja. Reinstala el orden y los tiempos de la producción se normalizan. Por esto mismo no es violencia.
Esta hipótesis conduce lógicamente a postular que la lucha de clases efectivamente continúa, que los intereses de las clases dominantes son los defendidos por el Estado. La alteridad es clave en este sentido: el violento siempre es el otro, el manifestante, los que hacen paro, etc.
Pero la complejidad del asunto requiere ser ecuánimes y no caer en populismos académicos. Un paro, un corte de calle, son acciones violentas. Es necesario captar en toda su potencia la propuesta de Hernández y considerar a la violencia un modo de convivir. Al tomar este camino quizás se puede comenzar a desmenuzar completamente el concepto e intentar buscar alternativas. La desnaturalización implica demostrar que la violencia existe, aunque en su forma moral o simbólica se presente de modo subrepticio u oculto. Nadie, ni el Estado ni los gremialistas, se consideran violentos. Pero los dos son violentos (aunque ejercen la violencia en grados absolutos de desigualdad). Sólo por este camino de auto-reflexión se podrá buscar una alternativa, un nuevo modo de vivir, de interactuar que destierre definitivamente todo tipo de violencia, sea simbólica, étnica, identitaria, física, sexual, de género o de cualquier otro tipo. La utopía de un mundo no violento y de absoluta igualdad, donde la alteridad no suscite miedos sino respeto y aceptación, debe ser el horizonte de todos los esfuerzos analíticos, académicos, sociales, políticos, en fin, humanos.

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